… siempre hemos tenido un apego especial, desde muy pequeña, diría que desde que nací.
Cuenta la leyenda (de mi madre, claro), que con meses de vida, estando en el corralito, los dos perros que teníamos se metían en él a jugar conmigo y terminábamos los tres durmiendo abrazados.
De esos dos casi no tengo recuerdos, pero sí de todos los demás que fueron pasando por la casa familiar: del grandote que se desesperaba ladrando cuando venía el cartero y que aullaba cuando “olía” que mi padre había bajado del autobús a 200 m de casa; del pequeñito de mi abuela que tenía alma de aviador demostrado cada vez que caía de la terraza del primer piso; del de tamaño mediano que salía a hacer sus travesuras barriales volviendo a casa a los tres días maloliente y con un hambre atroz.
De ese mismo con el que compartimos no poder sentarnos durante una semana…yo porque él quiso probar si eso que se ve en los dibujitos se puede hacer quedando prendido de mi trasero y él porque mi abuela le dio tal paliza que le quedó rojo el suyo.
De toda la serie de hembras que le siguieron por el cansancio de mi madre de que el “perrito” levantara la pata en cualquier sitio. De todos y cada uno tengo un recuerdo especial, hasta de los que vivían en casas vecinas como el de la foto.
Cuando me independicé, por unos años seguí disfrutando de los perros que tenían los demás, sobre todo de las que tenían mis padres (a las cuales podía mimar diariamente dada la proximidad de mi vivienda), pero un día surgió tener una propia.
Z, a los dos días de nacer apenas cabía en la palma de la mano, su madre era cruza con pequines por lo cual se preveía que no iba a crecer mucho. A los dos meses, cuando la fui a buscar, apenas podía bajar un escalón de 20 cm de altura, ¡¡¡le dio un trabajo!!!, así que ahí mismo obtuve mi primer arañón de sus uñas de alfiler al tratar de ayudarla a bajar y trasladarla al coche.
Viajó los 90 km temblando pero apenas llegó a casa la esperaba una casita de techo amarillo y dos platos enormes con comida y agua que le hicieron dejar los temblores para otro momento.
Enseguida se adaptó a su nuevo espacio. En su primer noche recorrió todo el piso a oscuras buscándome, con el único percance de que la puerta “le dio” un coscorrón. De a poco se fue ganando las habitaciones, primero la cocina, luego el salón, más tarde el dormitorio y por último el estudio. Se las ganó porque realmente es una santa, no rompe nada que no sean sus juguetes, no pisa donde está sucio ni donde hay algún elemento que no sea el suelo, pide para salir a hacer sus necesidades y si se le escapa algo dentro se pone sola en penitencia (por más que nunca se le dijo nada porque se sabe que no lo hizo queriendo).
Con su carácter entre tierna y geniosa ha conquistado a toda la familia, y con cada uno de los integrantes se comporta de una forma distinta, incluso demostrando cuando alguien no le cae tan simpático.
Esto ha permitido que, cuando me vine, la haya podido dejar a cuidado de mis padres. No me la traje porque, entre otros, un mes antes de mi partida los análisis de rutina dieron que tiene una enfermedad que le impide viajar tantas horas ya que no soportaría el calmante.
Pero esa enfermedad ha ido avanzando, el finde me informaron que ya han aparecido otro tipo de síntomas a pesar de tomar su medicación tres veces diarias y que tengo que hacerme la idea de que el final no está muy lejos.
Esto me parte el corazón. Sé que es una mascota, pero es con la que compartí 10 años y la cual, cuando yo estuve enferma, se quedó a mi lado sin que se lo pidiera estando atenta a todos mis movimientos.
Es la que me esperaba en la terraza moviendo su enorme rabo y avisando al que estuviera dentro que me abriera la puerta porque ya llegaba.
Es la que, cuando me concentraba en el trabajo y me olvidaba de su hora de comer, me avisaba estirando su cuerpo a mi lado y tocando mi pierna suavemente con su patita, mientras murmuraba algo en su lenguaje perruno.
Es la que, cuando me despedí, no dejó de mirarme a los ojos y querer limpiarme las lágrimas que de ellos brotaban.
Ahora, solo pensar que en poco tiempo ya no estará me pone muy triste, de ahí el post anterior.
Recordarla y llorar son una sola cosa, el nudo en el pecho se desata de a ratos pero luego vuelve a hacerse con más intensidad.
Por todo ello he pedido que me recuerden que no quiero tener más perros en mi vida. Tampoco gatos ni ninguna mascota que implique una responsabilidad en su cuidado de lo cual, tengo la impresión, no he sabido tener.
Quiero que mi última mascota sea ésta, la fiel compañera de alegrías y tristezas, la que nunca conocí otra igual…